viernes, 12 de marzo de 2010

EL DÍA QUE SE APAGÓ EL SOL. Por Jordi Piulachs.

Capítulo 1: El último mensaje.
–Ya han sido varios los gobiernos de diferentes países los que han confirmado la terrible noticia –dijo, sin perder la calma, la voz del televisor–, mañana el sol se apagará, provocando una devastadora ola de frío que aniquilará a todo ser vivo sobre la faz de la tierra.
El presentador tragó saliva, se secó la frente y se rascó el escroto. Después de la breve pausa, continuó diciendo:
–Siendo ésta la última vez que podré hablar en público, quisiera mandar un último mensaje a todos los que están mirando las noticias en este momento. Queridas espectadoras… Queridos espectadores… Que os den por el culo.
Dicho esto, se levantó de la silla, se bajó los pantalones y les dedicó un calvo a los televidentes.

Capítulo 2: La confesión.
–Cari…, te… te tengo que confesar algo… –dijo Andrés con voz temblorosa.
–¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Estás bien? –preguntó María asustada.
–Bueno… sí… bueno, no. O sea que sí que estoy bien… físicamente, pero… que no me siento bien por dentro… no sé si me explico.
–Joder, suerte que no te ganas la vida hablando en público. ¿Me puedes decir qué te pasa?
–Que tengo remordimientos, cari. Que he hecho cosas muy feas. Y si mañana se acaba el mundo, no me quiero morir con este malestar.
Andrés se quedó unos segundos en silencio, como quien hace un breve examen de conciencia antes de confesar todos sus pecados ante un sacerdote.
–¿Tú te acuerdas de Totó, el gato? –preguntó rompiendo el silencio–. Pues no se cayó por la ventana por accidente… Digamos que… lo ayudé un poco a caerse.
–¿Tiraste al gato por la ventana? –se sorprendió María.
–Sí, lo sé, estuve mal. Pero es que eso no es todo –respiró profundamente y continuó diciendo–: ¿Te acuerdas del infarto que le dio a tu madre?
–Mi madre está en coma desde el infarto, Andrés –dijo muy seria –. Como hayas tenido algo que ver te mato.
–Te mato, te mato… Si mañana nos vamos a morir todos, mujer.
Se rascó la barbilla, nervioso y retomó la palabra.
–Ya sabes que me gusta mucho gastar bromas… y era San Juan… así que encendí un petardo… uno pequeñito… y para asustarla un poco se lo tiré a los pies sin que se diera cuenta.
–Pero si sabías que estaba mal del corazón…
–Nunca me imaginé que le iba a dar un infarto, tienes que creerme.
–¡Eres un hijo de puta! –estalló María.
–Cálmate, cari, cálmate… Que todavía hay más.
–No me jodas, Andrés. ¿Qué puede haber peor que eso?
–¿Te acuerdas de que tu hermana se suicidó pegándose un tiro en la cabeza?

Capítulo 3: El exhibicionista.
Javier salió en pelotas a pasear por la calle. Siempre le había gustado escandalizar a los demás, aunque nunca había hecho algo así. Caminó con parsimonia mirando a su alrededor y sonriendo cada vez que algún viandante se alarmaba al verlo de aquella manera. Que se jodan, pensaba. Putos mojigatos. Dios, con lo fresquito que se está así, recalcó mientras una suave brisa le acariciaba el miembro viril y los testículos.
Era relativamente pronto, las diez y media de la mañana, y la ciudad todavía estaba dividida entre los que conocían la noticia del fin del mundo y los que no. Y esto se notaba en las calles. Se podía ver a la gente desesperada. Asaltando tiendas de ropa para llevarse mantas y abrigos. Y saqueando supermercados. Y en medio de todo aquel caos, también estaban los que todavía no conocían su trágico final y no entendían nada de lo que pasaba. Y con estos Javier se divirtió como un niño. Se dedicó a perturbarlos mostrándoles el ano y a engancharse en sus piernas agitando la cintura como si fuera un perro en celo.

Después de llevar una hora y cuarenta minutos caminando y exhibiéndose, se sentía cansado y le entró hambre. Aprovechó que pasaba por delante de un bar para echarle un vistazo adentro. Comprobó que estaba vacío y entró. Bueno, barra libre, pensó mientras se frotaba las manos contento. Se sirvió todo lo que pudo y se sentó en una mesa a comer tranquilo.
Mientras engullía el almuerzo, repasó mentalmente las dos últimas horas. Nunca había sido tan feliz.
Desde donde estaba, se podía ver la calle. El espectáculo que se apreciaba era patético: gente gritando y corriendo de un lado para el otro, algunos peleándose a puño cerrado, otros abrazándose y llorando…, había hasta un coche empotrado contra una farola.
–Me parece que ya no voy a escandalizar a nadie –se dijo a sí mismo–. Están todos como locos. Nadie se va a fijar en mí. A no ser que…
Sonrió maliciosamente, se levantó de la silla y se dirigió hacia la cafetera. Se hizo un café bien cargado. Pero antes de bebérselo, buscó algunas monedas en la caja registradora. Fue hasta la máquina de tabaco y se compró un paquete de rubio y un mechero. Esto nunca falla, pensó mientras se encendía un cigarrillo. Y mientras se lo fumaba tranquilo, se fue bebiendo el café.
No pasaron ni dos minutos cuando empezó a notar los primeros retortijones.
–Bufff… Ya viene, ya viene –y diciendo esto, salió del bar y se fue directo al primer árbol que encontró.

Capítulo 4: La venganza.
–¿Se acuerda de que ayer me despidió? ¿De que me echó a la calle como a una perra? –preguntó iracunda Andrea.
–Oiga, ¡usted ya no tiene derecho a estar aquí! –contestó asustado su exjefe–. ¡Márchese ahora mismo o llamo a la policía! –la amenazó.
Andrea sonrió con la cabeza ladeada. Su cara, desencajada, reflejaba el cansancio de quien no ha dormido en toda la noche. Primero habían sido la angustia y los nervios por haber perdido el trabajo los que no la dejaron conciliar el sueño. Luego fue la rabia y la indignación lo que la mantuvo desvelada. Hasta llegar la mañana siguiente, en la que se enteró de que todos iban a morir en veinticuatro horas. Entonces fue cuando lo tuvo claro. Sabía exactamente lo que debía hacer.
–Nunca he creído en la justicia divina, ¿sabe? –continuó diciendo Andrea.
–¿Qué? ¿De qué me está hablando?
–Yo no creo en que exista un Dios todopoderoso que se encargará de darle a cada uno lo que se merece en la otra vida. Yo creo que la gente debe pagar en la tierra todo el mal que ha hecho.
–¿Pero de qué habla, maldita loca? ¡Márchese ahora mismo!
–Me he dejado el culo en este trabajo a cambio de un sueldo de mierda. He hecho horas extras que nadie me ha pagado. He aguantado burlas e insultos. ¿O acaso se pensaba que no sabía que cada vez que me daba la vuelta se reían de mi sobrepeso? Me ha maltratado psicológicamente, hijo de la gran puta. ¿Y todo para qué? Para despedirme.
Andrea avanzó lentamente hacia su exjefe arrastrando los pies.
–¡Lárguese de aquí, vamos! –chilló aterrado su exjefe mientras se hundía en su sillón de cuero.
Pero ella no lo escuchaba. Tenía la vista fija en el abrecartas de plata que siempre había encima de su mesa. Cuando él se dio cuenta, quiso incorporarse para cogerlo, pero Andrea fue más rápida. Con un veloz movimiento, empuñó el plateado cuchillo y se lo clavó en la garganta. La cara de su exjefe reflejaba la agonía de quien sabe que todo está perdido. La sangre le corrió por la tráquea, ahogando su grito de dolor. Andrea le arrancó el abrecartas con furia, desgarrándole parte del cuello y haciendo mayor la herida.
Su exjefe cayó de rodillas al suelo, apretándose el cuello desesperadamente.
Ella lo miró con superioridad. Casi con pena. Aquella figura intocable que durante años la había aterrorizado, ahora no era más que un despojo. Un miserable hombrecillo que, a sus pies, suplicaba clemencia por su vida.
Sin pensárselo dos veces, le estiró de los pelos para levantarle la cabeza y le hundió el punzante metal repetidas veces por toda la cara: en los ojos, en los pómulos, en la nariz, en la boca…

Capítulo 5: El error.
–Buenos días –comenzó diciendo la voz televisiva–, mi nombre es Alfredo Sánchez y a partir de hoy seré el nuevo presentador de las noticias de este canal.
Ya había pasado un día entero desde que se dijo que el sol se apagaría. Veinticuatro horas fatales en las que la ciudad, el país y el mundo entero se habían convertido en un caos total. Y cuando la gélida aniquilación de la raza humana parecía inminente, volvió a amanecer como si tal cosa.
–La Organización Mundial de Astrólogos y Científicos se ha disculpado públicamente hace pocos minutos por el terrible error que han cometido en sus cálculos matemáticos –continuó diciendo–. Aseguran que el astro rey no dejará de darnos luz y calor al menos durante los próximos cinco mil años –y con una sonrisa maliciosa, añadió–: Así que parece que podremos retomar nuestras vidas justo donde las dejamos. ¿No es una noticia excelente?


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