jueves, 18 de marzo de 2010

EL DÍA QUE SE APAGÓ EL SOL. Por Oleguer Solsona.

Un hombre es el único en enterarse que ya no brilla el sol.

Quien iba a decir a Jesús Pastor que sería el único en enterarse de que el sol ya no brillaba. Ahora solo ve las estrellas…

Concretamente, las que se toma noche tras noche en el bar del Lolo, sentado en una mesa del rincón esperando encontrar el ánimo para recuperar 13 años de su vida, que ha perdido al lado de una mujer que ha sido capaz de engañarlo con el primer musculitos que se ha encontrado. Algo falla, piensa Jesús, cuando hombres como él acaban así con el amor de su vida...

Todo empezó el día en que adelantó su viaje de vacaciones hacia Palamós, donde con su mujer, se había comprado un apartamento monísimo. Condujo por las sinuosas carreteras de la Costa Brava, observando el horizonte y el mar azul claro, en el que casi se podía ver los peces revoleteando alrededor de las coquetas barcas de pescadores. Con la ventanilla medio abierta, Jesús gozaba de cada bocanada de aire marino que le refrescaba la garganta, le acariciaba la media melena y le hacía dulces cosquillas en su perilla bien arreglada. Esperaba sorprender a Paula con un efusivo “¡He llegado cariño!”, dándole el ramo de rosas que compró esa tarde, para seguir con besos frenéticos y amor de inicios de julio.

Abrió con sumo cuidado la puertecita de madera que preludiaba el jardín de hierba brillante, enfrente la puerta blanca de su apartamento. Giró la llave de entrada y observó que estaba mal colocado el felpudo donde se quitaba la arena de las sandalias los días de verano. La tele estaba encendida tras la mesilla de cristal, donde había dos copas de cóctel medio vacías. Con paso lento, tranquilo y firme, como se sentía él con Paula, subió las escaleras de madera; allí, vio unos pantalones de hombre muy cerca de un vestido blanco muy corto de su mujer, arrugado sobre la alfombra del piso superior. La puerta del dormitorio entreabierta, e iluminada por la luz de atardecer que entraba por el ventanal, su mujer de espaldas montada sobre un socorrista argentino con pectorales SlenderShaper.

Jesús carraspeó bajo el umbral de la puerta. Ejem…

Segundo intento, su mujer emitiendo gritos de placer. Un segundo ejem, algo más profundo. Ni caso… Paula sin enterarse y el argentino, que ya lo vio en ese momento, saludándole con la mano.

“Cariño… esto…” Jesús habló por fin, preguntándose por que narices le estaba diciendo cariño…

“Vaya” contestó Paula “que sorpresa, amor” sin dejar de mover su cintura a ritmo “oye, te importa que hablemos en 15 minutos, ¿sí?” Jesús no supo que decir. Se giró y volvió sobre sus pasos. Su mujer ni lo vio, maullando como estaba en ese momento.

Se montó en el coche enseguida y voló a Barcelona. Allí, en la autopista, parecía ser el único en enterarse que todo el mundo acostumbra a conducir, ya sea a 80 o a 130, por el carril del medio. Algunos nubarrones se cruzaron en su camino, volviéndose de un tono gris más oscuro a cada kilómetro que conducía. Justo pasar al lado de la cementera, viendo un último rayo de sol que le iluminó el rostro, empezó a sentirse furioso y desencajado. El rayo pasó a través de las nubes que empezaban a llorar lluvia.

Aquella misma tarde, habló con un amigo que alquilaba un piso. Puso toda su ropa y sus libros en bolsas de basura que cargó en su apuñalada espalda, y tiró el móvil y las llaves a una papelera, justo delante de los nuevos contenedores, viendo como un señor echaba una bolsa de periódicos viejos en la de vidrio. Tras superar, de camino, varias abuelas de las que no saben andar con el paraguas sin amenazar el ojo ajeno, se instaló. Con las persianas completamente bajadas, sin dejar resquicio para un poco de luz.

Esta mañana ha regresado en el primer metro del día. Ha preguntado a un treintañero con gafas de sol dentro del vagón si tenía un número de la ONCE y casi se pelea cuando un señor no le deja salir al andén. Tras dormir hasta las 8 de la tarde, escribe con tinta azul frases repletas de insultos, vejaciones y posibles venganzas hacía la innombrable; sale decidido a gastarse en alcohol hasta el último euro que le queda ahorrado. Sale de casa vistiendo su mejor traje y comprueba, hastiado, como desde que ha vuelto a fumar no paran de pedirle cigarrillos. Cabreado, discute con un turista que le pregunta algo incoherente en inglés. Ya en el bar, encadena birra tras birra, sazonando su garganta también con chupitos de tequila y un par de porros que le han ofrecido sus compañeros de noche. Desde la mesa observa sorprendido y sin entender nada de la moda actual, como dos jóvenes que visten unos pantalones que dejan ver los calzoncillos, de tono sospechosamente marrón en opinión de Jesús. Deambula por las calles cercanas al bar. En una esquina, una chica con minifalda y escote. Habla con ella, le parece que esta flirteando con él y se siente halagado. La coge de la mano y la intenta besar. Ella rehuye y le dice “son 60 euros”, “60 euros ¿el qué?” responde Jesús con un tono de voz demasiado alto. 3 hombres aparecen en el lugar de la escena y le preguntan si tiene algún problema. Observan el reloj dorado en su muñeca y sus ojos desencajados cuando recibe un puñetazo en el vientre. Se adivina una mueca de dolor bajo su barba tupida. Salen corriendo por los oscuros callejones... Con un intenso dolor de cabeza, oye entre zumbidos a Lolo preguntarle si se encuentra bien...

Abre los ojos. Lo primero que ve, con el ojo que no tiene dañado, es la mirada verde de una preciosa enfermera de pelo castaño ondulado, que le sonríe cuando le sirve la comida en una funcional bandeja. Qué ojos, piensa Jesús, transportándose con ella a una suave pradera donde los pájaros proclaman melodías suaves y dulces. Con su enfermera, tomando un picnic sabroso que ha preparado con sumo cariño. La visión de las mejillas rosadas hace que a Jesús ni le moleste el vendaje en su cabeza magullada ni le duela estar estirado en una cama de hospital. Cuando ella se va, Jesús disfruta al saludar las visitas del enfermo de corazón que tiene al lado. Piensa en su enfermera, cuando se percata que, de nuevo, a través de la ventana, el Sol de mediodía ha vuelto a brillar. Con la cuchara de plástico toma un gran tazón de la crema de verduras. “Deliciosa” murmura Jesús.

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